La Libertad Creadora

jueves, julio 12, 2007

HOMENAJE A GIUSEPPE GARIBALDI EN EL DOSCIENTOS ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO

Garibaldi, ícono liberal
Por Julio María Sanguinetti Para LA NACION
Jueves 12 de julio de 2007 Publicado en la Edición impresa
r

En la rica historia rioplatense, pocos episodios se revisten de la grandeza épica y el heroísmo principista de la Defensa con que Montevideo resiste el cerco de la tiranía rosista, entre febrero de 1843 y octubre de 1851. Montado sobre el enfrentamiento entre los dos primeros presidentes de Uruguay, los generales Fructuoso Rivera y Manuel Oribe, Juan Manuel de Rosas intenta subordinar al país del mismo modo que había sometido antes a las provincias argentinas. Al mismo tiempo, procura cortar de cuajo el desarrollo cívico que alienta una agitación liberal arribada en libros y proclamas europeas.
En esa comprometida situación, el gobierno uruguayo se constituye, bajo la austera conducción de don Joaquín Suárez, amalgamando, en inestable equilibrio, a ilustrados personajes doctorales, como Manuel Herrera y Obes y Andrés Lamas, con indómitos caudillos, como Fructuoso Rivera o Venancio Flores.
A su lado, alterna la emigración argentina, flor y nata de su intelectualidad, que ya en 1838 fundaba El Iniciador , con la dirección de Miguel Cané y Andrés Lamas. Allí escribirían Juan María Gutiérrez, Bartolomé Mitre, Juan Cruz Varela y Esteban Echeverría, el inquieto fundador de El Salón Literario, que en la casa del librero Marcos Sastre estrenó las ideas del romanticismo. Como parte de esa prensa de combate literario y político, adquirió brillo propio El Comercio del Plata , desde cuyas páginas Florencio Varela marcó a fuego a una dictadura que sólo pudo detenerlo mediante el asesinato. Esa época de formidable conflicto aparece a la distancia como una especie de Vietnam criollo, con pasiones vernáculas mezcladas con los intereses de las grandes potencias, en un juego cruzado de fronteras muchas veces difusas. En ese efervescente caldero, se destacaron con singular relieve las "legiones extranjeras", formadas por inmigrantes que se volcaron al esfuerzo militar de la ciudad sitiada.
Entre ellas, la "legión española" del coronel Neyra, la francesa de Thiebaut y la italiana de Garibaldi escribieron páginas novelescas de nuestra historia militar y política.

Todo esto viene a cuento de que el 4 de este mes se celebraron los doscientos años del nacimiento de la más legendaria figura del siglo XIX, la que despertó en el mundo una admiración sin tasa ni medida, saltando todas las fronteras, hasta encender los ensueños sentimentales de las ladies británicas, rendidas ante la fama de aquel guerrero de melena rojiza que combatía por la libertad allí donde estuviera en juego.
Giuseppe Garibaldi, hoy algo desvanecido en el recuerdo de las nuevas generaciones, luchó en esa Defensa bajo el mando del general José María Paz y del coronel Melchor Pacheco y Obes, añadiendo historias heroicas a la fama que ya lo precedía. Llegó a Montevideo llamado por Giambattista Cuneo, un ideólogo mazziniano que predicaba el credo republicano y liberal, al frente de una colonia italiana bullente y vigorosa. Viene Giuseppe de Río Grande del Sur, de combatir junto a Bentos Gonçalvez en la Revolución de los Farrapos, un temerario intento emancipador de la tierra gaúcha , rebelada contra el Imperio en Brasil. Allí el marino italiano había construido de la nada un ejército y había devenido guerrero astuto y audaz, capaz tanto de sorprendentes abordajes como de alzarse con Anita Ribeiro en romántica fuga.

Ella, Anita, sería el gran amor de un gran enamorado, madre de cuatro de sus hijos y capítulo central de su leyenda de abnegación y de coraje. Paladín de un ideal de libertad, no fue Garibaldi un teórico, pero encarnó un singularísimo fenómeno de liderazgo, capaz de magnetizar a las masas de todos los horizontes y llevarlas al combate, aun enfrentando insuperables desventajas. Se erigió, así, en el arquetipo del héroe, el "iluminado de la acción", como dice José Enrique Rodó, en el conductor dotado del misterioso don de aparecer como un relámpago y de transformar en victorias hasta sus derrotas. Su trashumante andar por el mundo dio pie para que sus enemigos pretendieran, hasta hoy, envolverlo en las sombras del mercenario. Su espada los desmiente siempre, sirviendo invariable las mismas causas. Su gloria se construye luchando contra todos los absolutismos, políticos o religiosos, y no es casual que ellos vean en él a su mayor enemigo. Allí donde aparece un pueblo por liberar, una causa de independencia, una república por construir, una tiranía por enfrentar, irrumpe una presencia que se va agigantando con el tiempo y con las narraciones repetidas de sus hazañas.
En un bello texto en el que narra la heroica defensa que la Legión Italiana hizo del cadáver del coronel Neyra, caído delante de los muros montevideanos, Bartolomé Mitre documenta la sensación que generaba Garibaldi. "Tenía yo entonces veinte y dos años -dice el joven Bartolo- y la personalidad de Garibaldi ejercía sobre mi imaginación una especie de fascinación, que me atraía irresistiblemente por las hazañas que de él había oído relatar, y por una especie de misterio moral que lo envolvía." Si esa fascinación ejerce la figura de Garibaldi en Montevideo, imaginemos hasta dónde llega su aureola, cuando -triunfante la Defensa- parte de nuevo a su patria y lucha contra la ocupación austríaca, combate por una fracasada república romana que reivindica la soberanía italiana frente al Papado, enfrenta y derrota a los ejércitos borbónicos en el sur de Italia y, con sus legiones, consolida la unidad italiana. Se bate contra todos los grandes ejércitos europeos y bajo la bandera de la Francia republicana invadida por Prusia, es el único general invicto. En medio de esas tormentas de sangre y de arrojo, dos constantes asoman en Garibaldi: la causa liberal y el desprendimiento personal, que supera miserias, heridas y privaciones. Sólo asume la política en la clave heroica de la lucha liberadora. Sufre, por lo tanto, profundos desencantos. Se distancia de Mazzini cuando siente que la unidad de Italia sólo es posible en torno de la monarquía piamontesa, y debe posponerse el ideal republicano; se indigna con Cavour, cuando, pactando para salvar Milán, entrega su Niza natal; se amarga con Victor Manuel, quien le debe su monarquía italiana, por sus debilidades ante un Papado intransigente.
Pese a todo, sigue adelante, con un sentido de responsabilidad que supera sus propias pasiones y entusiasmo. Su combate llega a erigirse en un emblema universal consagrado por la única voz capaz de hacerlo, la de Victor Hugo, el poeta de las multitudes.
Mito viviente de la pugna liberal, el frenético antidogmatismo de Garibaldi, a veces malinterpretado, no excluye, sin embargo, un sentimiento religioso. Así quedó definido en sus Memorias : "Mi cuerpo está animado, como los millones de seres que viven sobre la Tierra, en el agua y en el espacio infinito, sin exceptuar a las estrellas, que también pudiera ser que tuvieran vida. Como todos estos seres soy yo, provisto de una cierta cantidad y calidad de inteligencia, y si la inteligencia cósmica que todo lo anima es Dios, yo sería una chispa desprendida de la divinidad Esa idea me ennoblece, me eleva por encima del pobre materialista, me invade de temor y respeto por los demás átomos, que también son emanaciones de la divinidad, y me estimula a buscar la aprobación de los otros que me rodean y que, más a través del ejemplo que de la teoría, pueden mantenerse en el bien, porque también ellos, según su propia esencia, pertenecen al eterno benefactor".

En estos tiempos de consumismo y egoísta posmodernidad, esta evocación garibaldina parece brillar con las luces de un siglo XIX operístico, grandilocuente y distante. Sin embargo, lejos aún, como estamos, de derrotar a los fanatismos religiosos y a los autoritarismos de la política, la eterna causa liberal necesita mantener vivo el soplo espiritual que emana de este combatiente.

El autor es abogado.
Fue presidente de la República Oriental del Uruguay en dos oportunidades: de 1985 a 1990 y de 1995 al año 2000.