La Libertad Creadora

martes, octubre 18, 2005

Paul Feyerabend por Mario Bunge,contribucion a su estudio

Martes 18 de Octubre de 2005


Paul Feyerabend, por Mario Bunge


El filósofo de origen vienés Paul K. Feyerabend fue el niño terrible de la filosofía del siglo XX. Desafió todas las reglas del juego intelectual. Se mofó de todo y de todos.

Feyerabend nació en Austria en 1924 y murió en Suiza en 1994. Es ampliamente conocido en la República de las Letras por haber sostenido tres tesis heterodoxas. La primera, que concibió junto con su amigo Thomas S. Kuhn, es la afirmación de que las teorías científicas rivales son mutuamente “inconmensurables”. O sea, serían incomparables al punto de tratar de asuntos diferentes.

La segunda tesis es la del “anarquismo gnoseológico”, según el cual en el dominio del conocimiento no hay diferencias de calidad: tanto valen la astrología como la física, el creacionismo como la biología evolucionaria, el curanderismo como la medicina, la hechicería como la ingeniería.

Y la tercera tesis es la antigua creencia idealista de que nada existe objetivamente, o sea, independientemente del sujeto que explora y conoce. Por ejemplo, los átomos y las estrellas no serían cosas materiales existentes por sí mismas, sino conceptos.

Ninguna de las tres tesis resiste al examen crítico. En efecto, si la tisis de la “inconmensurabilidad” fuese verdadera, nadie se tomaría el trabajo de hacer observaciones o experimentos para dirimir entre teorías rivales. Pero de hecho los científicos se esfuerzan por encontrar la verdad. A veces (como en el caso de los experimentos en el CERN y en el Fermilab) lo logran a un costo del orden de centenares de millones de dólares por experimento. La búsqueda de la verdad suele ser costosa aun cuando la verdad misma no sea una mercancía a la que se le pueda adjudicar un precio.

Si se toman en serio el anarquismo gnoseológico (“todo vale”), no sería superior a sus rivales. Pero ningún pensador lo tomo en serio, porque equivale a afirmar que el “juego” intelectual no tiene reglas. Que cada cual puede afirmar tranquilamente lo que e le antoja; que las pruebas empíricas no cuentan; y, sobre todo, que tampoco cuenta la lógica, de modo que habría que tolerar la contradicción el non sequitur. O sea, que el ser humano no se distinguiría por la racionalidad.

Finalmente, si fuese cierto que: son sólo conceptos todo lo que el común de la gente cree que está en el mundo exterior, desde los electrones hasta los continentes, nadie se tomaría la molestia de explorar el mundo real. Todos nos conformaríamos con fabricar y creer mitos y cuentos de hadas. Pero tendríamos que pagar el precio: no nos guareceríamos de la lluvia, no huiríamos de las bestias feroces (en particular algunos de nuestros congéneres), ni trabajaríamos para ganarnos el pan.

Feyerabend tuvo múltiples talentos, pero no desarrolló plenamente ninguno de ellos: fue un aficionado en todo lo que hizo. Toda su vida fue inquieto, rebelde sin causa, exagerado y desbrujulado, como dicen los franceses. No tuvo paciencia para estudiar a fondo ningún tema hasta dominarlo.

Fue radical en todo. Osciló de un extremo al otro. De joven se enroló como voluntario en el ejército nazi. Estudió un poco de física bajo la dirección de un profesor tristemente célebre por haber “descubierto” el inexistente monopolio magnético. Luego fue a Berlín Oriental para estudiar dirección teatral con el gran Bertolt Brech, comunista de nombre pero anarquista de corazón.

Al poco tiempo, Feyerabend cambió de mentor: esta vez se arrimó al gran físico danés Niels Bohr. Nada salió de esto. Bohr era algo excéntrico, pero también serio y exigía resultados. Pocos años después, Feyerabend se arrodilló ante Karl Popper. Al poco tiempo se enemistó con él. Luego pasó un tiempo con Stefan Corner en Bristol, y finalmente emigró a Berkeley, California.

En Estados Unidos Feyerabend trabó amistad con el historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn. Entre los dos improvisaron el programa de la nueva filosofía y sociología de la ciencia, que reniega de la razón y echa por la borda el concepto de verdad objetiva, al sostener que los cambios científicos son tan irracionales como lo cambios de modas.

Feyerabend anduvo como gitano tanto por el mapa de la cultura como por el mundo. La ciencia y la filosofía le quedaban chicas: anhelaba la presunta libertad del arte, y pensaba que no debería haber diferencias entre éste y la ciencia. Una vez me llamó por teléfono desde California tan sólo para informarme que la Universidad de Florida le había ofrecido el decanato de la escuela de música. Naturalmente, no lo aceptó.

Feyerabend no acataba disciplinas ni compromisos de ninguna clase. Sin ataduras familiares, discípulos, colaboradores, ni programas de investigación a largo alcance, era libre de moverse a la deriva. Primero abandonó Austria por Alemania. Luego se expatrió a Inglaterra, y más tarde a Estados Unidos. Durante los últimos años de su vida enseñó a la vez en Berkeley y en el Politécnico de Zúrich.

Le gustaba épater le bourgeois, atacando las creencias mejor fundadas y las reputaciones mejor ganadas. Por este motivo era un expositor taquillero. Sus alumnos decían que asistían al “circo Feyerabend”. Admitían que iban para divertirse, no para aprender. En su oficina tenía un enorme póster mostrando a King Kong, fantasía biológicamente imposible. No dejó sino un discípulo.

A comienzos de su carrera filosófica Feyerabend hizo buena letra: escribió algunos artículos epistemológicos serios, aunque no originales. Al cabo de unos años se hartó de la disciplina intelectual y descolgó con su famoso libro Contra el método (1975), que lo hizo célebre de al noche a la mañana.

Yo me enteré de la aparición de este libro por un estudiante mexicano que me informó que acababa de demostrar que la ciencia no es más creíble, y por lo tanto tampoco más digna de respeto, que la superstición.

Este libro tuvo gran circulación porque denigraba a la ciencia y, en general, al pensamiento riguroso, en el momento adecuado. Era la época en que la juventud universitaria norteamericana, asqueada por la guerra de Vietnam, se había rebelado contra el establishment. Si distinguir el complejo industrial-militar-político de la técnica, ni ésta de la ciencia, los jóvenes rebeldes embestían ciegamente contra la ciencia básica y la filosofía rigurosa, acusándolas de todos los horrores. La guerra, la degradación ambiental, el consumismo, etcétera.

El libro de Feyerabend venía a justificar esta reacción irracional. Su consigna era Anything goes (“Todo vale”), refrán de una popular comedia musical norteamericana. Esta era la tesis que más tarde fue llamada del “pensamiento débil”, y una de las precursoras del llamado “posmodernismo”.

Feyerabend no llegó a esta conclusión nihilista tras un análisis minucioso de un puñado de teorías científicas. Se había vuelto alérgico al análisis conceptual. En mi última polémica con él, publicada en 1991 en la revista New Ideas in Psychoogy mostré que Feyerabend interpretaba equivocadamente las únicas fórmulas que figuran en Contra el método. Algunos de estos errores son grotescos, al punto de que bastarían para suspender a cualquier estudiante de física que los cometiese.

La vía que llevó a Feyerabend a apostatar de la ciencia fue un camino de Damasco. Él mismo la describió hacer tres décadas en la revista israelí de filosofía. En ella cuenta cómo se había hartado de múltiples tratamientos médicos para curarse una enfermedad crónica. Un día que caminaba por una calle de Londres, Feyerabend vio un cartel que anunciaba curaciones milagrosas. Convencido de que no tenía nada que perder, bajó las escaleras y entró en el consultorio de la curandera. Ella lo interrogó y le recetó un tratamiento heterodoxo.



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