La Libertad Creadora

viernes, julio 27, 2007

GARIBALDI POR ALICIA DUJOVNE ORTIZ

La herencia de Garibaldi
Por Alicia Dujovne Ortiz

Para LA NACION
Viernes 27 de julio de 2007

Doscientos años después de su nacimiento, el héroe italiano nacido en Niza el 4 de julio de 1807 continúa despertando grandes pasiones. En Italia, donde las recientes celebraciones se han visto oscurecidas por el “luto” de la Liga del Norte, el partido ultraderechista autonomista de Umberto Bossi, para quien la existencia del unificador Garibaldi sigue siendo motivo de duelo. Y entre nosotros, por causa de Rosas.

Cuando decidí, hace unos años, escribir una novela sobre la vida de Anita, la mujer brasileña de Giuseppe Garibaldi, un artista de París que reivindica con toda justicia nuestro pasado africano me llamó para colmarme de reproches: “¿Pero te has vuelto loca? ¡Cómo vas a ocuparte de ese mercenario!” Como, por el momento, carecía de una réplica adecuada, sólo se me ocurrió contestarle: “¡Garibaldi se pasó la vida en la miseria! Si era mercenario, francamente, se vendía barato”. Poco después, al comenzar mi trabajo, el mismo Garibaldi se encargó de proporcionarme, a manera de anécdota, la respuesta buscada. Los que no pensamos a partir de abstracciones, sino de imágenes, a veces recibimos esos regalos inesperados que nos lo aclaran todo, o casi, en un relámpago. Esta vez el regalo consistió en un fragmento de las memorias garibaldinas en el que pocos han reparado hasta la fecha.

El pasaje relata lo siguiente: en 1851, un Garibaldi entristecido y reumático arribó al puerto de Paita, en la costa peruana, bajó del barco mercante en el que trabajaba (estaba en su segundo exilio, tras la muerte de Anita y la derrota sufrida en el sitio de Roma, en 1849), y renqueó hasta el rancho de una “amable matrona” que aún sobrevivía solitaria en ese desierto de salitre, desterrada desde la muerte de quien había sido su compañero: Simón Bolívar. La visita a doña Manuela Sáenz no habría pasado de una simple gentileza si Garibaldi no la hubiera narrado con una devoción que le agrega valor de símbolo: al rendir homenaje a la Libertadora, el italiano se inclinaba ante el recuerdo del Libertador, muerto en la incomprensión y en el exilio treinta años antes. Un fervor comprensible: ambos, Garibaldi y Bolívar, eran masones, ambos se sublevaban contra toda tiranía y profesaban un internacionalismo generoso.

Lo anterior sonaría a perogrullada de no mediar las derivaciones actuales de la historia, que se resuelven en una curiosa amalgama entre el revisionismo pro rosista y el ideal bolivariano enarbolado desde Caracas. Dentro de esa amalgama, Bolívar y Rosas resultarían hermanados por decreto. Y como bien lo manifestaba mi artista de París, a Garibaldi, que luchó contra Rosas, le tocaría el peor papel: en el mejor de los casos, el de un “tano” que mejor se hubiera quedado en su casa en vez de venir a meterse en una guerra ajena; en el peor, el de un vulgar pirata.

Algo de verdad contiene lo de la guerra ajena, no porque en el fondo lo fuera, sino por la traducción literal que de ella hacía Garibaldi. Es evidente que el italiano no penetró en los entretelones de ninguna de las dos luchas en las que, con una entrega absoluta, resolvió enrolarse; y no precisamente por afán de lucro, sino porque todo movimiento popular le resultaba propio. En Brasil, la revolución riograndense de los farrapos, los harapientos –una guerra de secesión conducida por un ambiguo caudillo– le pareció coincidir punto por punto con su deseo de justicia. Por un lado, una tropa, efectivamente, harapienta; por el otro, un poder imperial. La transposición de Garibaldi convertía ese imperio brasileño, bastante liberal, de don Pedro II y su regente, en una versión sudamericana del imperio austríaco, aborrecido y reaccionario, que ocupaba su patria.

Al darse cuenta de que la revuelta de Rio Grande do Sul, en la que había peleado con un magnífico desprecio por su vida, escondía bajo el poncho intenciones oscuras, Garibaldi se instaló en Montevideo, con Anita y con su hijo Menotti, de pocos meses. De manera inevitable, la causa de una pequeña ciudad cercada por las poderosas tropas de Juan Manuel de Rosas volvió a semejarle un calco exacto de situaciones europeas, que sí comprendía. Tampoco aquí, al comienzo, Garibaldi percibió los intereses que se movían en las sombras. Cuando le quedó claro que Francia e Inglaterra intervenían en el conflicto entre Uruguay y la Argentina, decidió regresar a Italia, donde soplaban, en apariencia, vientos de libertad.

Mitre, que conoció a Garibaldi en Montevideo y que trazó de él un colorido retrato, advirtió un desequilibrio entre su corazón y su cabeza. Nada más cierto, al menos en esos años de juventud: mientras Garibaldi estuvo en América del Sur, su cabeza no le permitió captar los matices de la contienda en la que participaba, por no decir sus fealdades; en cambio, su corazón lo impulsó a compartir toda pelea en la que un pueblo se rebelara contra un opresor. Era un hombre de acción, sano, solar, emotivo y un poco ingenuo, que terminó por aprender la lección y por volverse pragmático.

Sin embargo, no fue por su cabeza que sus partidarios lo siguieron (para eso lo tenían a Mazzini, el ideólogo, el intelectual de la Joven Italia), sino por su corazón de héroe carismático. Esa suerte de cordial teatralidad se revelaba en multitud de gestos auténticos: cuando navegaba en su barquito La Farroupilha como corsario de la revolución de los harapientos, Garibaldi liberó a los esclavos negros de una nave imperial. Cuando luchaba en el Giannicolo de Roma contra el mismo Papa, Garibaldi liberó a los judíos del gueto. Y los negros y los judíos y el bajo pueblo romano pelearon junto a él.

Sin entrar en la polémica entre revisionistas y defensores de la historia llamada “oficial”, vale decir, la del citado Mitre, cabría preguntarse a cuál de los dos, Rosas o Garibaldi, habría considerado Bolívar su interlocutor natural, en caso de haber vivido lo suficiente como para permitirse elegir. Entre un caudillo que manejaba su país como una estancia y un condottiero patriota, abierto al mundo, yo tendería a sospechar que Bolívar habría sido bastante menos rosista que garibaldino. Los ideales de la masonería y de su corolario, el liberalismo –que en su época representaba, simplemente, el progreso– habrían inclinado la balanza en favor del hermano europeo, fogueado en la guerrilla sudamericana. La liberación y la unificación de Italia logradas por Garibaldi tuvieron la misma madre que la liberación y la unificación de los países americanos soñadas por Bolívar. Quienes hoy ensalzan con razón la belleza del ideario bolivariano y la incuestionable necesidad de llevarlo a la práctica harían bien en repensar la figura del defensor italiano de una idea tan próxima.

¿Qué se llevó Garibaldi de América del Sur? La admiración por tres gauchos matreros a los que conoció en la isla Martín García y que representaban para él la imagen misma del hombre libre; el hábito de montar, de tomar mate y de emponcharse lo mismo que ellos; la amistad del negro Aguiar, que murió a su lado en el Giannicolo; el amor de Anita, la criolla que también fue a morir por él.

¿Qué nos dejó? Para quienes no comulgan con el rosismo, una vaga impresión positiva, más bien risueña, y un extraordinario desconocimiento de su persona que se resume en una breve onomatopeya, “¡pum!”; para los que sí lo hacen, un odio que conduce a negar la sinceridad de sus motivaciones. Estos últimos también harían bien en recordar el último gesto del almirante Brown, el gran adversario de Garibaldi, que acorraló mil veces con su tremenda escuadra a los míseros barquitos uruguayos, en el Plata y el Paraná. Antes de volverse a su patria, el viejo almirante pro rosista desembarcó en Montevideo y visitó a Garibaldi en su pieza de conventillo de la calle del Portón. Hablaron a oscuras y tomaron agua del pozo. A la familia del italiano supuestamente venal siempre le faltaron velas para alumbrarse, y vino, en esa casa, no se tomaba. Brown se inclinó ante Anita y le dijo: “Vengo a rendir tributo al coraje y a la grandeza de su marido”.

¿Y en Italia qué dejó, aparte del país liberado y unificado con el que realizó su sueño? Como toda figura contradictoria por pasión y por exceso, Garibaldi ha admitido varias lecturas, justas e injustas. Comunistas y fascistas se han disputado sus pedazos. Según los tiempos y los ánimos, le tocó la variada fortuna de ser reivindicado por Mussolini como figura populista, ensalzado por los partisanos antinazis y considerado un exportador de revoluciones sin fronteras, igual que el Che.

Las violentas manifestaciones de los militantes de la izquierda antiglobalista contra el G7, en Génova, incluían una “columna garibaldina”.

Una fluctuación encarnada por su descendencia. Hace un tiempo me llegó una carta firmada por Annita Garibaldi Jallet, con un libro de regalo al que encontré imperdible: I Garibaldi dopo Garibaldi. La tradizione familiare e l’heredità política. Las fotografías de diversos Garibaldi alzando noblemente los rostros barbados ante el fotógrafo revelan a una familia que se sintió obligada a representar esa tradición, a veces con una teatralidad bastante menos cordial que la del fundador del linaje. Tras haber luchado junto al padre, y a la muerte de éste, Menotti, Ricciotti y Stefano Canzio, marido de Teresa Garibaldi, más tarde acompañados por sus propios hijos, siguieron batallando en distintos frentes. Durante la guerra del 14, la Legión garibaldina estaba capitaneada por Peppino Garibaldi, hijo de Menotti, y por los hijos de Riccioti: Ricciotti junior, Sante, Bruno, Constante. Los caminos se bifurcaron con el ascenso del fascismo: mientras Ezio, otro de los hijos de ese Ricciotti que alguna vez había brindado por Marx, pero que en su vejez se había fotografiado junto a Mussolini, apoyaba al dictador sin retaceos, Sante protagonizaba la única historia de la que su abuelo habría estado realmente orgulloso.

Una historia bastante desconocida, sin redoblar de tambores ni uniformes relumbrantes. Cuando triunfó el fascismo en Italia, Sante Garibaldi emigró a Francia. Y cuando, en 1940, Francia fue invadida por los nazis, creó una organización de resistentes, acto que le valió su deportación al campo de concentración de Dachau. Liberado en 1945, Sante fundó en Roma el Movimiento Garibaldino Antifascista Partigiano Italiano. Pero los sufrimientos padecidos a manos de los alemanes le acortaron la vida.

Que cada cual elija a su Garibaldi. En lo que a mí respecta, la línea que parte de un revolucionario capaz de ofrecer su sangre a una causa sudamericana me parece prolongarse en la de un resistente capaz de darla para oponerse al nazismo. Un Garibaldi en Dachau, qué perfecta coherencia.




27.07.07
13:51Con respeto, considero necesario puntualizar: Garibaldi, su escuadrilla y fuerza de desembarco, solo significó muerte, violación, incendio y saqueo en sus incursiones sobre las poblaciones de nuestro litoral, hasta que fué derrotado en Costa Brava por la escuadrilla de la Confederación Argentina al mando del Alte Brown (que no era tan poderosa como se la señala). Garibaldi enarbolaba la bandera del Gobierno de Montevideo, el resto del Estado Oriental era gobernado por el Gral Oribe; la ciudad estaba en manos de las potencias "mediadoras",sus diplomáticos y almirantes, también influian los exilados unitarios, por medio de la" Comisión Argentina", defendian la ciudad las fuerzas de las naciones "mediadoras", las legiones extranjeras (francesa, italiana, argentina) y los negros libertos al efecto. En pocas palabras, poco "oriental" en todo el contexto. Nadie discute el valor y desinterés de Garibaldi, pero me parece demasiado llamarlo " héroe de dos mundos" y haberle levantado semejante monumento en nuestra Ciudad, que no lo tienen argentinos que bien se lo merecen.